Primer día: El viaje.
Una vez reunido el grupo, tres parejas en realidad, Maricarmen y Miguel, Mariló y Salvador, Eva y Luis y tras acceder al andén y ocupar nuestros correspondientes asientos, extraigo la libreta, adquirida en anterior visita a la capital –palacio real- y expongo en ella mis primeras impresiones.
El tren avanza esta tibia mañana sobre un escenario gris y húmedo. El silencio domina el vagón número seis. Sobre él, un monótono y constante sonido, producto avanzado de la tecnología, sustituye el clásico y romántico tac-tac-tac de toda la vida, para los que tenemos una edad.
El paisaje se mantiene afortunadamente. La llanura castellana pronto nos saluda. El sol se resiste y es que una espesa bruma lo oculta tras su vaporoso velo. Sin apenas enterarnos, estamos en Albacete. La velocidad desciende, al tiempo que lo hacen algunos viajeros. Por la puerta se cuela un fugaz soplo de aire frío y es que ya se sabe como las gasta el invierno por estas tierras manchegas.
Viajar es intercambiar la cotidiana rutina diaria por una dosis de sorpresa.
La lectura apresurada del periódico confirma la peligrosa presencia de algunas mentes, poco adecuadas y preparadas –a mi entender- para dirigir esta maquinaria potencialmente destructiva. Alguien desea reforzar su potencial atómico, con el único fin de continuar siendo líder en la loca carrera de poner en riesgo la vida sobre el planeta.
Regreso a la contemplación de la naturaleza desde mi ventana. La tierra mojada oscurece e intensifica el ocre de la tierra hasta convertirlo en un maravilloso marrón arcilloso. El verde tierno e incipiente, inusual por estos lares de la meseta, presta, si ello es posible, su condición relajante a la de por sí tranquila y serena Castilla. Regulares campos de olivos se alternan con rectangulares parcelas, divididas por hileras de humildes cepas durmientes, simples troncos semiescondidos en el suelo.
Unos tímidos almendros en flor certifican la benigna condición del clima; ¿será acaso consecuencia del famoso cambio? Poco importa. Me sirve su belleza. Un sinuoso camino serpentea entre un bosque de encinas hasta perderse en un idílico caserío.
El mensaje, que posiblemente nunca leerá, es para esa gente que vive a 64 pisos de la realidad, contemplando el universo a través de una pantalla de plasma. A lo lejos se vislumbran los primeros rascacielos. La cercanía me devuelve al origen, el punto donde converge el tiempo y el espacio. Cierro la libreta y me dispongo a reanudar la usual disciplina cosmopolita. Llegamos pues a Madrid.
Lluís Soler
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